El rol del sistema medial y comunicacional debía ser inyectar humanismo y realidad a los acontecimientos históricos tan gravitantes que muestra la serie, pero no consigue sus propósitos sino insistir en imágenes tan ambiguas como insuficientes como para naturalizarlas. Mostró serias omisiones desde el punto de vista de los contenidos, incluyendo errores históricos, confusión en situaciones y conjeturas inválidas respecto de la realidad.
José Luis Córdova. Periodista. Si TVN, el Consejo Nacional de Televisión y la productora audiovisual Parox esperaban que la miniserie “Los 1000 días de Allende”, se convirtiera en la guinda de la torta comunicacional y artística en vísperas de la conmemoración del cincuentenario del golpe civil militar, no deben sentirse demasiado satisfechos con el magro resultado final.
Desde el punto de vista meramente político y comunicacional es cierto que se trata de una contribución para traer a la memoria acontecimientos dolorosos y también felices de nuestra historia, pero adolece de interpretaciones y especulaciones que no siempre corresponden a los sucesos relatados.
Al menos el primero de los cuatro capítulos mostró serias omisiones desde el punto de vista de los contenidos, incluyendo errores históricos, confusión en situaciones y conjeturas inválidas respecto de la realidad. Está claro que se trata de una ficción sobre hechos “reales” pero hay poco respeto por acontecimientos suficientemente documentados.
Por ejemplo, el dirigente y entonces candidato presidencial Radomiro Tomic no tenía la influencia política ni social que se le atribuye, más bien era una minoría en el Partido Demócrata Cristiano y Salvador Allende no era tan cercano ni tan amigo de personajes como Frei Montalva ni menos de Patricio Aylwin. Por otra parte, el llamado “estatuto de garantías constitucionales” tampoco fue un “ofrecimiento” de la Unidad Popular, sino más bien una imposición infamante de la DC para votar a favor de Allende, la primera mayoría en el Congreso Pleno.
Cuando se afirma que “nunca se ha dejado de respetar la primera mayoría para que el Congreso designara al ganador de una elección presidencial”, hay que constatar que no se había dado ese caso en el pasado. La posterior reforma constitucional que consagró una segunda vuelta terminó para siempre con esa práctica.
Nicolás Acuña, responsable de la serie, es director de la carrera de cine y TV del Instituto de la Comunicación e Imagen, estudió en la Escuela de Arte Cinematográfico de Buenos Aires, Argentina y dirigió exitosas series como “El reemplazante” (2013), “Los archivos del Cardenal” (2014) y largometrajes como “Cielo ciego”, “Paraíso B” (2002), “Bahía azul” (2012), “Rojo, la película” (2006) entre otras realizaciones premiadas.
En todo caso incomoda el ritmo monótono y cansino del relato, la iluminación demasiado tenue y hasta oscura en algunas escenas y sólo las imágenes documentales aportan al interés general, opacando a las grabaciones en estudios, pese a la fiel reproducción de escenografías del interior del palacio de La Moneda o en el Congreso Nacional de Santiago.
Los multiplicidad de guionistas: Carla Stagno, Cristián Jiménez, Paco Mateo y Pablo Manzi resulta en obvias diferencias de estilos y una irregular utilización del léxico, con modismos de época junto a términos actuales que se confunden en una serie de diálogos poco creíbles, como la supuesta primera entrevista del sociólogo catalán Joan Garcés con Allende como pre candidato presidencial en un tren a Valdivia.
El elenco de estrellas consagradas muestra más méritos en materia de caracterizaciones (algunas también poco felices) mientras los personajes aparecen más bien caricaturizados. Es loable el trabajo de los maquillajes y la ambientación, aunque con demasiadas licencias de época y costumbres.
Alfredo Castro (Allende) Daniel Alcaino (Pinochet), Aline Kuppenheim (Hortensia Bussi), Francisca Gavilán (Payita), Benjamin Vicuña (Fidel Castro) Tito Bustmante (Frei Montalva), Nestor Cantillana (José Toha), Marcial Tagle (Aylwin), Susana Hidalgo (Taty Allende), Héctor Morales (Negro Jorquera), Mario Horton (Miguel Henríquez) no logran convencer, conmover ni entusiasmar, salvo -probablemente- a las nuevas generaciones que sólo conocen a estos personajes por la prensa o la televisión.
El rol del sistema medial y comunicacional debía ser inyectar humanismo y realidad a los acontecimientos históricos tan gravitantes que muestra la serie, pero no consigue sus propósitos sino insistir en imágenes tan ambiguas como insuficientes como para naturalizarlas.
Loable intento, derroche de recursos pero con resultados inciertos. Quedamos a la espera del mensaje final en tres jueves más -además- en un horario tardío para las nuevas generaciones durante semanas laborales.